Reflexiones, Teoría y Cultura de Diseño

26 octubre 2007

En torno al diseño de experiencias (I)

La necesidad creciente de las empresas de seducir a públicos cada vez más escépticos y exigentes les ha llevado a buscar identidades que trasciendan el mero reconocimiento y la diferenciación, empujándolas a una búsqueda frenética de nuevos flancos a partir de los cuales ofrecer innovaciones capaces de producir cambios de conducta y creencias en los consumidores / usuarios / clientes.

El principal cambio de conducta que se persigue es el de la preferencia de compra, la que ha debido gradualmente profundizarse bajo el requerimiento de hacer dicha preferencia cada vez más repetitiva y ojalá predecible (instituyendo lo que conocemos como cliente cautivo). Este tipo de cautividad, que va más allá de la toma de decisión de consumo, del comprar o no un determinado producto o servicio porque se necesita, implica penetrar en el corazón, mente y bolsillo de las personas, desplazar la oferta a un nivel más profundo de la demanda haciendo que dicha oferta responda consistentemente a las creencias y las emociones que la generan (o directamente creando una demanda basada en necesidades latentes, como ocurre en el caso de las innovaciones disruptivas), lo que significa contar con propuestas de valor únicas, deseables, sorprendentes, cautivadoras e incluso obsesionantes.

Entender esto pone en juego mucho de lo que el diseño -como disciplina amplia e indeterminada- ha venido realizando en diferentes niveles con la comercialización de productos y servicios, con la educación y también con los organismos públicos.

Dentro de estos diferentes niveles son muy importantes aquellos que se corresponden al entendimiento e interpretación que se le puede dar a las múltiples respuestas conductuales que las personas desarrollan para enfrentar su propia existencia (como ocurre cuando los diseñadores somos capaces de “leer” los diversos roles que se asocian a las personas sin caer en estereotipos paralizantes: por ejemplo “la mujer” como profesional dinámica, educadora desanimada, proveedora ejemplar, pareja resignada, madre impetuosa, hija ferviente, deportista a deshoras, proyectista forzosa de la vida de su familia, etc.), son estas respuestas las que han obligado a nuestra disciplina a subrayar la necesidad de diseñar en base a un profundo entendimiento acerca de las personas: sus circunstancias, sus aspiraciones y deseos siempre cambiantes.

Desarrollar este entendimiento, mediante técnicas de investigación y observación cada vez más específicas [1] debiera culminar en la generación de una propuesta de valor asentada sobre el siguiente quinteto armónico de agentes:

  • Marcas (o identidades) muy claramente definidas
  • Promesa significativa y valiosa para el usuario / consumidor
  • Productos con un tipo de valor agregado adecuado a la necesidad de mercado
  • Servicios a la medida del usuario
  • Atmósfera general coherente con la promesa central de aquello ofrecido (la oferta)
Se trata de un conjunto de agentes capaces de establecer relaciones diferentes a las que en esencia se tiene con cualquier producto o servicio anónimo (que suelen reducirse a una valoración utilitaria de la oferta).

En suma, lo que se busca es una relación basada en experiencias significativas.

No sólo sintonizada con deseos y necesidades explícitas, sino que conectada con anhelos latentes, inarticulados o con conductas construidas sobre resignaciones asumidas, que suelen encubrir aquellas oportunidades disponibles para convertirse en innovaciones relevantes.

Contactos en multiplicidad de niveles

Las marcas, en su delicado proceso de construcción de identidad de productos y servicios (¿quién encarna a quién?, ¿el producto/servicio a la marca, o viceversa?), deben expresarse en diversas situaciones y lugares y deben “hablar” en multiplicidad de códigos y temporalidades para asegurar su coherencia a pesar de la heterogeneidad de audiencias y escenarios a la que se exponen.

Es importante preguntarse ¿cómo generar una atmósfera deslocalizada (no dependiente de un contexto específico único) y ser consistente? Primero es necesario reconocer en qué momento y en cuantos lugares se producen los contactos entre las personas y las marcas para luego preguntarse: ¿qué rol está cumpliendo (en tiempo presente) la marca en la vida de las personas, cuál debiera cumplir (en tiempo futuro)?, ¿qué piensa, siente y hace la persona con respecto a cada elemento del quinteto marca, promesa, producto, servicio y atmósfera?, ¿está siendo percibida la propuesta de valor permanente y consistentemente en ellos?

Estas preguntas conducen a un entendimiento muy preliminar acerca de qué está ocurriendo con la oferta y su capacidad de involucrarse con las personas, probablemente nos demos cuenta que es necesario internarnos aun más en la realidad cotidiana de la gente para empezar a comprender la real dimensión del cómo se puede entregar “algo” valorable y deseable por las personas que las haga buscar, repetir y recomendar ese “algo” que se le está ofreciendo.

El objetivo de convertir cualquier entidad compleja, cualquier organización u oferta en algo más que una simbología de carácter nemotécnico radicada en la marca, ha vuelto al diseño de experiencias una herramienta con la que se aspira captar lealtades y entusiasmos mediante un involucramiento multinivel de la oferta con sus usuarios cautivos y potenciales. Es decir que lo que se ofrece se ofrece consistentemente sin importar el canal, el evento o la persona que lo reciba.

En ese sentido la promesa de DisneyWorld de “hacer tus sueños realidad” (con todo lo “norteamericano” que pueda parecernos desde nuestra óptica conosureña) es un excelente ejemplo de esfuerzo corporativo por alcanzarle a las personas un tipo de experiencia global, posible de ser detectada en la comunicación, los espacios, los accesos, los servicios, las personas, arquitectura, mobiliario y en todas las actividades ofrecidas. Cómo lo ha definido Shedroff (quizás “el” pionero en la concepción teórica del diseño de experiencias) se consigue un incremento en el grado de significancia de la experiencia cuando se logra conectar con las emociones de las personas y generar recuerdos que pasan a ser parte relevante de su vida. Así la “experiencia Disney” probablemente continúa largo tiempo después de la visita al parque temático, se extiende a la rememoración verbal y a la recomendación (que es clave en este asunto).

El diseño de experiencias es por tanto un diseño de todos los posibles puntos de contacto de las personas con las organizaciones y sus ofertas, pero fundamentalmente una capacidad de alinear elementos conceptuales (promesa y marca) con realidades perceptibles, vivenciables (productos, servicios y atmósferas).

Sin embargo, dado que nuestra capacidad de entender el mundo está construida sobre un variado cúmulo de factores y la valoración que hacemos de él involucra criterios tanto racionales (lógico matemáticos) y emocionales (intuitivos o viscerales) cualquier aproximación al diseño de experiencias debe definir en un principio la profundidad (el grado de involucramiento) y el alcance (el tamaño de la audiencia) de la experiencia a diseñar. Asuntos que dada su natural complejidad espero poder desarrollar en un texto posterior.

[1] Investigación teorética, empírica, conceptual, descriptiva, interpretativa, cualitativa, cuantitativa, matemática, lógica, filosófica, proyectual, histórica, textual, exegética, hermenéutica, positiva, normativa, fenomenológica, filosófica, práctica o expresiva (según lo expone Ken Friedman).

Agradecimientos a Carolina Ayala y Joaquín Bejares por sus ideas en torno a este tema.

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